REPRESENTACIONES SOCIALES DE LA VEJEZ FEMENINA EN LA CIUDAD DE MÉXICO A TRAVÉS DE ALGUNOS TEXTOS LITERARIOS DECIMONÓNICOS

Social representations of female old age in Mexico City through some nineteenth-century texts

fecha recepción: 1 de septiembre de 2022 / fecha aceptación: 11 de noviembre de 2022

Juan Pablo Vivaldo1.

 


Cómo citar este artículo:

Vivaldo, J. P. (2022). Representaciones sociales de la vejez femenina en la Ciudad de México a través de algunos textos literarios decimonónicos. Revista Pensamiento y Acción Interdisciplinaria, 8(2), 138-157. https://doi.org/10.29035/pai.8.2.138

 

 

Resumen

Como ciencia social, la Historia se vincula con el análisis de las situaciones pasadas para indagar las formas en que, quienes vivieron los procesos históricos, se enfrentaron y resolvieron o al menos intentaron hacerlo– diversas situaciones que tuvieron frente a ellos. En ese sentido, desde hace algunos años me ha interesado examinar las formas en que se conformó la idea de vejez, así como el uso de los términos empleados para referirse a las personas envejecidas.

El interés de este ensayo se centra en examinar las representaciones sociales de la vejez femenina a través de la revisión de algunos textos de Manuel Payno, así como de Los preciados, una novela de costumbres mexicanas del siglo XIX, de la autoría de Laura Méndez de Cuenca. Asimismo, se emplearán otro tipo de textos –manuales de urbanidad y algunas notas periodísticas– para complementar un trabajo que examina las formas en que el envejecimiento femenino fue representado en la literatura decimonónica mexicana.

Palabras clave: envejecimiento femenino, historia, literatura, novela, vejez

 

Abstract

As a social science, History deals with the analysis of past events in order to investigate the ways in which those who lived through historical processes faced and resolved major challenges and dilemmas –or at least tried to do so. As a historian, I have been interested in examining the ways in which the idea of old age has developed through time, as well as in the terminology used to refer to the elderly.

The purpose of this essay is to examine the social representations of female old age that permeate a selection of literary texts written in the 19th century, including works by Manuel Payno, the novel Los Preciados, authored by Laura Méndez de Cuenca, as well as other text genres published during that period, like manuals of urbanity and some journalistic notes. The aim is to further complement an analysis of the ways in which female aging was represented in nineteenth-century Mexican literature.

Keywords: female aging, History, Literature, novel, old age

Introducción

El siglo XIX es un periodo fascinante en la historia de México, no solo porque en sus primeros años dio inicio el movimiento que concluiría en 1821 con el nacimiento de un país independiente, sino porque las décadas subsecuentes implicaron una serie de procesos –más difíciles unos que otros– que no solo fortalecerían la identidad mexicana, sino que pondrían al país en el escenario mundial. Por supuesto, la experiencia se ubica en un contexto más amplio en el que la urbanización, la industrialización y el incremento de la población también alcanzaron a Europa y a Norteamérica (Cole, Edwards, 2005).

En este contexto, me parece importante centrar el debate en un grupo etario de la población que apareció en el escenario internacional en el siglo XIX como resultado de los avances de la medicina, mismos que contribuyeron a la disminución de la mortalidad infantil, al tiempo que las esperanzas de vida aumentaron a nivel mundial.

A lo largo de la historia, la experiencia de envejecer ha variado respecto del sexo biológico, esto es, no fue lo mismo alcanzar una avanzada edad como mujer que hacerlo como varón, así como tampoco fue equivalente acumular décadas viviendo una identidad de género o abrazando una preferencia sexual distinta a la heteronormativa. Además, y si bien hacen falta investigaciones que amplíen el tema, a lo anterior debemos añadirle la complejidad del espacio geográfico, pues llegar a una provecta edad en el mundo rural tampoco se acercó a la experiencia de arribar a ella dentro de una zona urbana; la condición socioeconómica, que se tradujo en la desigual posesión de bienes; las migraciones –especialmente del campo a la ciudad–, que representaron en su mayoría el tránsito de la fuerza laboral juvenil y la permanencia de los más viejos en sus espacios de origen; la sexualidad en los añosos; el cuidado que brindaron las personas envejecidas hacia los más jóvenes –y viceversa– así como el apoyo que la comunidad brindó a quienes dedicaron su vida a sostenerla y que tuvo en las sociedades de socorros mutuos su expresión más organizada.

Por dicha razón, mi propuesta es aproximarme a las ‘vejeces’ históricas, pues eso implica comprender que la experiencia de envejecer no es homogénea y que, por lo tanto, sería incorrecto pensar a la vejez como una fase en que las condiciones fueron iguales para todos. De hecho, la considero como una:

construcción sociocultural que se vincula con una serie de situaciones en la última etapa de desarrollo del ser humano, en la que no solo sus limitaciones y oportunidades, sino que también sus emociones, experiencias y sensaciones, se definen con base en una serie de condiciones históricas, económicas, políticas, sociales y culturales determinadas (Vivaldo, 2020, p. 22).

¿Por qué opto por aludir a la última etapa de desarrollo del ser humano y no a la última etapa de la vida para referirme a la vejez? Me parece que este es un punto central en la discusión, puesto que la historiografía –y la literatura en general–, en la mayoría de las ocasiones ha establecido que la vejez es un sinónimo de muerte. Aquello no necesariamente es correcto, pues debemos tener en mente que esta última ha sorprendido a individuos de cualquier edad como resultado fatal de la enfermedad, de accidentes de todo tipo o de una combinación de ambas.

Asimismo, un elemento que quiero destacar en este texto son los términos empleados para referirse a todos aquellos que envejecieron durante el periodo de análisis. En las fuentes ubicadas, viejos, viejas, ancianos y ancianas aparecieron con frecuencia tanto en la literatura como en otro tipo de documentos (hemerografía, diccionarios, reglamentos, manuales de higiene, entre otros). Algo similar sucedió con la vejez y la ancianidad– sus etapas asociadas–. Esto implica que, durante aquellos años, los eufemismos que hoy día son de uso corriente como ‘adultos mayores’, ‘adultos en plenitud’, ‘tercera edad’ o ’edad de oro’ (por mencionar los más populares) fueron desconocidos.

Referirse a la ancianidad no fue similar que aludir a la vejez. En la mayoría de los textos decimonónicos, los escritores dotaron a la primera de una respetabilidad que fue producto de llegar a una edad avanzada formando parte de las clases acomodadas. Además, y durante su edad adulta, por lo general los ancianos desempeñaron profesiones u oficios que los distinguieron del resto de la población. En cambio, la vejez fue una etapa que albergó a quienes experimentaron una pobreza que los obligó a trabajar hasta gastar sus últimas energías, pero también una fase a la que arribaron las desgastadas presas del vicio y de las malas costumbres. Así, los viejos se distinguieron de los ancianos en una sociedad decimonónica en que se delinearon las distinciones de todo tipo. Sin embargo, en ocasiones los escritores usaron ambos términos para referirse a las personas envejecidas.

Es cierto que con el proceso de envejecimiento se manifiesta un desgaste en las capacidades físicas y mentales que se incrementa con la llegada de los años. Eso es verdad en el presente y también lo fue en el pasado. El asunto es que, desde una perspectiva histórica, conviene reflexionar a qué edad se consideró que los cuerpos –femeninos y masculinos– arribaron a la vejez.

En otro lugar he mostrado que la edad de entrada en ella no fue homogénea (Vivaldo, 2017; 2020). De hecho, existen notorias diferencias entre las fuentes. Por ejemplo, mientras que algunos textos médicos sostuvieron que los 60 años se consideraron como el ‘portal’ de la vejez, en los reglamentos de los establecimientos privados dedicados al cuidado de los ancianos se aceptó su ingreso a partir de los 50 años.

Sin embargo, el mundo literario –que reflejó con mayor nitidez la vida cotidiana– representa una fuente útil para darnos cuenta de que no existió un consenso para ubicar la entrada en aquella etapa. Esto es, si bien se consideró que el varón llegaba a ella a los 50 o a los 60 años, las mujeres podían aproximarse desde la cuarta década de vida. Por ello, es importante examinar las representaciones sociales de la vejez en la literatura, pues allí encontraremos un conjunto de imágenes sobre dicha etapa de desarrollo en constante interacción con los individuos y con las comunidades que las producen (Vivaldo, 2020).

A lo largo del siglo XIX, la población mexicana se incrementó. Hacia 1805, la población de la Nueva España rondó los 5.760.000 (Concheiro, 2010). En 1823, el primer censo del México independiente –que se basó en cálculos novohispanos más que en nuevos conteos–, arrojó un resultado de 6.204.000 habitantes (Malvido, 2006). Dicha cifra se duplicó en 1890 y llegó a poco más de 15.000.000 en 1910.

A enfermedades como la fiebre amarilla, el vómito prieto y las llamadas ‘fiebres misteriosas’ del año 1813, se añadieron el tifo, la tifoidea y las disenterías provocadas por las condiciones insalubres que no dejó en paz a importantes regiones del territorio. Hacia el segundo tercio del siglo, a una epidemia de cólera morbus que apareció por el norte del país y que rápidamente lo recorrió hasta terminar con la vida de más mujeres que hombres –pues ellas fueron las encargadas de asear los espacios infectados y de cuidar a las personas enfermas–, le siguió otra de tifo que se agravó por la deplorables condiciones en las que dejó el país la invasión norteamericana de 1846, y otras más de cólera con ciclos casi decenales durante la segunda mitad del siglo. El sarampión tampoco dejó de asediar a la población (Bustamante, 1992; Malvido; 2006; Concheiro, 2010).

Aquellos elementos complicaron las condiciones de la mayoría de la población. Para el caso de la ciudad de México, se ha mostrado que la esperanza de vida al nacimiento se mantuvo en valores bajos como resultado de la insalubridad imperante. La mortalidad infantil fue alta debido a condiciones de parto complicadas, así como a infecciones respiratorias y gastrointestinales. Sin embargo, dicho indicador a los quince años se elevó entre 10 y 25 años más dependiendo del grupo social al que pertenecieron los individuos (Márquez y Hernández, 2016). Aunque es complicado establecer una esperanza de vida a lo largo del siglo, hacia 1880 se reportó que esta fue de 25.5 años en la ciudad de México (Concheiro, 2010). A inicios del siglo XX, un mexicano esperaba vivir alrededor de 30 años (Vivaldo, 2017, 2020).

¿La aparición de la vejez?

En un país tan joven resultó natural que las reflexiones sobre la vejez fueran escasas. Los añosos no se encuentran tan fácilmente en los distintos escenarios nacionales. Da la impresión de que se desvanecen y se confunden (no así otros grupos etarios como los niños o los jóvenes, quienes merecieron espacios en la hemerografía, la legislación y la literatura).

Lo anterior se relaciona con dos aspectos principales. En primer lugar, con el escaso porcentaje de personas mayores de 50 años que se ubicaron en la capital del país (véase Tabla 1). En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, aquellos que escribieron en distintas publicaciones, lo hicieron desde una juventud que veía muy lejos el momento de envejecer. Sin embargo, en los textos literarios de escritores de avanzada edad se han identificado nutridas descripciones sobre las formas en que se experimentó la vejez durante el último tercio del siglo XIX (Vivaldo, 2017; 2020).

 

Tabla 1

Personas mayores de 50 años de acuerdo con los censos de 1895, 1900 y 1910 en la ciudad de México

Año

Población en México

Población en la ciudad de México

Personas mayores de 50 años en la ciudad de México

Porcentaje de mayores de 50 años en la ciudad de México

1895

12,491,573

468,705

34,690

7.4

1900

13,707,259

541,516

41,168

7.6

1910

15,160,369

720,753

51,682

7.17

Fuente: Censos y conteos de población y vivienda: 1895, 1900, 1910.
http://www.inegi.org.mx/est/contenidos/Proyectos/ccpv/ . Citado en (Vivaldo, 2017, p. 21).

 

El mundo del trabajo de los mexicanos del siglo XIX fue amplio. Mientras que los más afortunados ejercieron profesiones o se dedicaron a administrar sus negocios, el grueso de la población se dedicó a una variedad de oficios y actividades con los que se nutrió el mundo social. Quienes lograron envejecer, lo hicieron de distintas formas y con ritmos diferentes.

Fue muy distinto que las personas le añadieran más años a su vida desde una situación privilegiada en la que su jornada laboral se redujo –o despareció–, a la vez que tuvieron posibilidad de recibir atención, cuidados y un cierto grado de respeto, a otra menos afortunada en que las personas se vieron obligadas a continuar laborando el mayor tiempo posible y ejerciendo cualquier tipo de actividad que les proveyera de los recursos mínimos para subsistir (Cole, Edwards, 2005; Vivaldo, 2017).

Algunos establecimientos de beneficencia como el Hospicio de Pobres, el Asilo Matías Romero, el Asilo Particular para Mendigos y la Casa Betti recibieron a personas cuya edad avanzada los hacía sujetos idóneos para recibir auxilio. Sin embargo, esto no quiere decir que todos la hubieran recibido. De hecho, los últimos tres –fundados en la parte final del porfiriato– establecieron férreos requisitos para la admisión de las personas (Vivaldo, 2017).

La aristocracia y las clases medias atestiguaron con mayor claridad la entrada de México al mundo moderno –sobre todo en el último tercio del siglo–. Su poder adquisitivo les facilitó la compra de numerosas mercancías que estuvieron fuera del alcance de la mayoría de los mexicanos: finos utensilios para la vida diaria, productos y tónicos destinados a fortalecer la salud y a combatir el desgaste provocado por los años, y prendas de vestir para que, a cualquier edad, las personas lucieran bien y se distinguieran del resto de la población.

Laura Méndez de Cuenca (1853-1928) fue una de las encargadas de mostrar cómo el camino de la moda se abrió paso entre las clases medias y altas capitalinas. Los más importantes comercios –la mayoría en manos de diseñadores extranjeros– se ubicaron en la calle de Plateros en el centro de la ciudad de México. En ellos, damas y caballeros adquirieron todo tipo de artículos: calzado, ropa interior y sombreros para ambos sexos; vestidos, pellizas, pelerinas y paniers –para ellas–, y pantalones, casimires, fracs y levitas destinadas al público masculino.

La prensa fue otro espacio en el que aparecieron las personas envejecidas siempre acompañadas de los estereotipos más recurrentes. Un fragmento de una novela intitulada La tempestad, apareció en un periódico mexicano allá por 1854. El texto aludió a uno de los asesinos del conde Cossato que cayó en poder de la policía. Este, al ver colgado el cuerpo de su compañero de fechorías, recordó que fue “una mujer anciana” quien lo delató con la justicia pues escuchó la confesión que hizo el culpable sobre el crimen. Por lo tanto, la mujer “incapaz de guardar el secreto como buena vieja que es”, lo delató ante la autoridad (El Universal, 16 de noviembre de 1854, p. 2).

El estereotipo de la bondad apareció en la sección Historias cortas del periódico El Tiempo Ilustrado. El texto describió a una “anciana de rostro venerable y blanca cabellera” que entre sollozos compartió sus desventuras. Su habitación, recuerdo de una pasada grandeza, parecía más “el asilo de la miseria” que el lugar en que descansaba. De acuerdo con el texto, la mujer “en su trato y en sus maneras conservaba toda esa distinción que ni los años ni las penas bastan a hacer desaparecer en las personas bien nacidas”.

La narrativa destacó la tristeza que hizo presa a la mujer a quien “una pasión violenta, una mujer sin corazón” le arrancó a su hijo de los brazos. Lo peor fue que su vástago hizo una fortuna y se negaba verla de nuevo –obnubilado tanto por el lujo como por la malsana influencia su pareja–. El lacrimógeno texto culminó cuando Alberto –el hijo de la anciana– perdió sus vastos ingresos, recapacitó en su edad madura y fue al encuentro con la autora de sus días (El Tiempo Ilustrado, 3 de septiembre de 1894, p. 293).

Impulsada por una curiosidad historiográfica sobre las formas en que se representó el proceso de envejecimiento femenino, la historiadora mexicana Cyntia Montero emprendió la tarea de investigar dicho tema –pionero en América Latina– a través del análisis de algunas revistas de fines del siglo XIX dirigidas a las clases medias y altas de la sociedad, pues, como señala: “resulta difícil hacer historia de los grupos menos poderosos económica y socialmente hablando, ya que no han dejado grandes huellas” (Montero, 2008, p. 284). Así, se preguntó por la edad en que comenzaba la vejez y, sobre todo, el valor que se le otorgó durante el periodo.

Para ella, el envejecimiento se trató de “un proceso que se vivió, se percibió y se juzgó socialmente en forma diferente según el sexo, atribuyendo a la vejez femenina una carga negativa y dándole una imagen de víctima pasiva” (Montero, 2008, p. 283). De tal suerte, el avance en el tránsito de la vida se reflejó en las huellas que quedaron impresas en el cuerpo como resultado no solo del paso de los años, sino del estilo de vida de mujeres y hombres.

La autora subraya que el matrimonio y la conformación de una familia eran las principales funciones que se esperaba de una mujer en su juventud, pues después de aquella etapa –que concluía alrededor de los 30 años–, y si no se habían contraído nupcias, la sociedad decimonónica las consideraba como ‘solteronas’ incapaces de conocer las mieles del amor y de la sexualidad.

Por lo tanto, y con base en las publicaciones pensadas para el público femenino, podemos percatarnos que una mujer, soltera o no, que rondara la cuarta década de vida –con lo que se consideraba que su capacidad reproductiva había caducado– y que año con año perdía la juventud, abrazaría la vejez sin remedio. De ese modo, la apariencia, más que la edad cronológica, fue el indicador más certero sobre la llegada del invierno a las vidas de las mujeres –no pocas publicaciones explotaron la analogía entre las estaciones del año y el ciclo vital–.

La aparición de las señales de la vejez fueron una preocupación constante en las revistas mexicanas de fin de siglo. Un rostro arrugado que además se acompañaba de una dentadura endeble –en el mejor de los casos–, cabellos canos y escasos, un cuerpo encorvado y cada vez más frágil, así como piernas enjutas que remataban en un par de pies endurecidos y arrugados, formó parte del imaginario sobre la vejez femenina (Montero, 2008). Por ello, la industria cosmética y farmacéutica se valió del temor que infundía la llegada de edad avanzada. La publicidad que apareció en periódicos y revistas no distinguió sexos –aunque sí clases sociales– para vender sus productos. Lo mismo se vendían tónicos y vinos para fortalecer los cuerpos debilitados por los años que tintes para desaparecer las canas del cabello, la barba o el bigote (Vivaldo, 2017- 2020).

La postrimería de la vida también se enmarcó en un breve conjunto de reglas o normas que debían observar y acatar mujeres y hombres. El siguiente apartado dará cuenta de ello.

La vejez como código

La reflexión sobre la desigualdad de todo tipo ha llevado a muchas personas a enfrentarse con serios obstáculos, así como con el repudio de algunos sectores sociales. En el caso concreto de la disparidad entre la mujer y el hombre, resalta el caso del historiador y bibliófilo mexicano Genaro García (1867-1920) quien, a finales del siglo XIX, meditó sobre el tema. García se concentró en las disposiciones que el Código Civil dictó sobre el matrimonio.

Resulta sorprendente este caso porque nos encontramos con uno de los pocos varones que se interesaron por abordar la dispar condición de la mujer en México. ¿Qué lo condujo a eso? Es probable que lo haya hecho debido a una curiosidad historiográfica que lo hizo cuestionarse el porqué de la escasa presencia femenina en los miles de documentos que recopiló a lo largo de su vida. Del texto de García se infiere que la oferta nupcial estuvo integrada por mujeres jóvenes, por lo que quienes alcanzaron una avanzada edad no aparecieron, excepto cuando aludió a los artículos relativos a la patria potestad del Código Civil del Distrito Federal de 1884, en los que apareció la figura de la abuela.

La normativa estableció que la patria potestad, ejercida sobre la persona y los bienes de los hijos legítimos y de los naturales reconocidos, recaería en sus ascendientes. El artículo 392 dejó claro que estos comprendían a los siguientes: padre, madre, abuelo paterno, abuelo, materno, abuela paterna y abuela materna (Código Civil, 1884). Guiándonos por dicho orden podemos darnos cuenta de un detalle: la mujer adulta se considera en segundo lugar… pero la mujer vieja en el último.

Seguir el rastro de las mujeres entradas en años durante el siglo XIX es más complicado que hacerlo con sus contrapartes masculinas. Sin embargo, no es imposible. Una manera de aproximarnos a ellas es a través de algunos manuales de urbanidad que fueron publicados en la segunda mitad del siglo XIX.

La mayoría de aquellos textos que se leyeron en México procedieron del extranjero y fueron pensados principalmente para las mujeres pertenecientes a las clases acomodadas del país, “pues veían en ellas a las reproductoras de la cultura y de la identidad del sector a quienes iban dirigidos” (Torres, 2001, p. 108). La finalidad de los manuales se enfocó en modificar los hábitos de quienes conformaron las élites del país. Esto se lograba con base en la repetición de las acciones hasta que estas fueran mecánicas y saltaran a la luz en todo tipo de situaciones.

Los textos coincidieron en la importancia de centrarse en las mujeres, pues eran ellas quienes debían transmitir a las futuras generaciones el rol femenino decimonónico: amas de casa, buenas esposas y madres, cariñosas maestras en la vida que les enseñarían a sus hijos el camino del bien y que los conducirían a transformarse en buenos ciudadanos católicos. Además de eso, se esperaba que la mujer dominara todas las actividades ‘propias’ de su sexo, es decir, las labores domésticas.

En oposición con las estrictas reglas morales dirigidas hacia las mujeres jóvenes –solteras y casadas–, una vez que envejecieron, pareciera que las normas se difuminaron hasta que desaparecieron. En otras palabras, la sexualidad dejó de ser un tema que importara, pues la impresión era que, de la mano de la vejez, llegaba la pérdida del placer y de cualquier tipo de gozo corporal –excepto si estos se circunscribían al ámbito familiar en la forma de su papel como madres, esposas o abuelas–.

El más consultado de ellos fue el Manual de urbanidad y buenas maneras, escrito por el venezolano Manuel Antonio Carreño (1812-1874). Aparecido por primera vez en 1854, se convirtió en un referente en Latinoamérica para quienes buscaron adquirir un comportamiento fino y decente que los diferenciara del pueblo vulgar.

Para Carreño, la urbanidad se trató de una serie de reglas que se debían seguir “para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras y para manifestar a los demás la benevolencia, atención y respeto que les son debidos” (Carreño, 2015, p. 45). Por supuesto, aquellos convencionalismos sociales –más estrictos cuando se refirieron a la mujer– se cimentaron en valores cristianos que obligaban “a dar preferencia a unas personas sobre otras, según su edad, su sexo, su autoridad, su ocupación [o] su posición económica” (Torres, 2001, p. 98). De ese modo, las élites de los países que recién despertaban a la vida independiente, se vieron en la necesidad de elaborar y seguir ciertas normas para diferenciarse de la gente desposeída.

La audiencia principal a la que se dirigió el texto fue la juventud, lo que no implicó que otros grupos etarios quedaran exentos de observar las reglas del manual. Si bien sus apartados no se concentraron en cada uno de ellos, la pluma del autor los supo integrar hasta considerar todos los grupos de edad.

Carreño ensalzó la actitud de los padres que, durante toda su vida, continuaron protegiendo, cuidando e, incluso, trabajando por el porvenir de sus hijos sin importar la edad que estos tuvieran. Por ello, invitó a los vástagos a retribuirles a sus progenitores todo lo recibido, sobre todo:

cuando se encuentran combatidos por la desgracia, cuando el peso de la vejez los abruma y los reduce a ese estado de impotencia en que tanto necesitan de nuestra solicitud y nuestros auxilios […] aun cuando la desgracia los haya condenado a la demencia, o a cualquiera otra situación lamentable que los despoje de la consideración de los demás (Carreño, 2015, pp. 25-26).

Carreño vinculó la vejez de los padres y de los abuelos con el respeto que su descendencia debía guardar “a quienes la venerable senectud acerca ya al término de la vida y les da derecho a las más rendidas y obsequiosas atenciones” (Carreño, 2015, p. 27). De tener ese comportamiento, el autor auguró para los hijos y los nietos un futuro lleno de venturosos días.

Dicho respeto no se limitó a la conducta de los hijos, sino que su espectro fue más amplio. Así, cuando discutió las conductas que habrían de seguirse dentro de una casa, el manual ordenó que, en el caso en el que se tuviera un compañero de edad avanzada, al momento de dormir se debía aguardar a que la persona haya tomado su cama antes que el más joven. En el caso de un anciano que necesitara auxilio, señaló que “no solo deberemos prestárselo gustosamente, sino que no esperemos a que nos lo demande” (Carreño, 2015, p. 92). Asimismo, se recomendaba que cuando una persona narrara un acontecimiento de una manera poco atractiva, no se le invite con fastidio a concluir “sobre todo si es una señora, un anciano o cualquier otra persona digna de especial consideración e indulgencia” (Carreño, 2015, p. 208).

Para el venezolano, los ancianos formaron parte de “una generación que pasó y nos dejó sus hogares, sus riquezas y el ejemplo de sus virtudes” (Carreño, 2015, p. 28). Y aunque no sabemos si consideró a los añosos como ciudadanos, los llamó a defender a la patria en los momentos en que la seguridad pública se viera amenazada aunque, de acuerdo con el manual, sus movimientos tendrían que ser acordes con su edad –se sugería ‘gravedad’ en los ancianos–.

La división de la sociedad que pensó Carreño fue simple y congruente con el pensamiento de una clase social acomodada: los inferiores siempre por debajo de los superiores y los ricos y decentes alejados de los pobres e incivilizados. Aquello quedó claro en el código que se debía seguir al pie de la letra al momento de andar en la calle: “No está admitido el detener a una persona en la calle sino en el caso de una grave urgencia, y por muy breves instantes. En general, el inferior no debe nunca detener al superior” (Carreño, 2015, p. 141).

Aunque el autor no señala con claridad qué grupos etarios ocuparon las anteriores posiciones, se infiere que los jóvenes eran superiores a las personas de avanzada edad bien por su fuerza física, por su productividad laboral o por ciertas habilidades que los ancianos ya no eran capaces de realizar. No obstante, solicitó a los más jóvenes ser reservados al dirigirse a una persona de edad muy avanzada y no emitir algún “juicio que directamente o indirectamente tienda a presentar a la ancianidad como excluida de ciertos actos […] ni mucho menos como cercana al sepulcro” (Carreño, 2015, p. 374).

Otra forma de acercarnos a las representaciones de la vejez en el siglo XIX es a través de la literatura. Influenciada por el cuadro de costumbres –género del costumbrismo que se encargó de retratar personajes y escenas enmarcadas en la primera mitad del siglo XIX español–, la novela costumbrista mexicana se caracterizó por la búsqueda incesante de una identidad nacional que se nutrió del concatenamiento de historias para reflejar los hábitos de la sociedad, así como de un lenguaje propio que lo mismo empleó el picante albur o los populares refranes que las ironías y alegorías más elaboradas. Por medio de ella, se intentó moralizar a sus lectores a través de personajes poseedores de “cualidades o defectos en grado superlativo: son muy buenos o completamente malvados” (Calderón, 2005, p. 321). Además de Manuel Payno (1808-1894) –su principal exponente–, propongo que también debe añadirse a Laura Méndez de Cuenca (1853-1928), puesto que en su última novela–recientemente localizada y publicada–, explotó con maestría dicho género.

Manuel Payno: una visión masculina sobre la vejez femenina

La vida pública y literaria del México decimonónico no se pueden explicar sin Manuel Payno Cruzado, quien nació en la capital del país el 28 de febrero de 1820 y falleció ahí mismo el 21 de noviembre de 1894. Desde muy temprano trabajó en la administración pública como consecuencia de las relaciones que su padre mantuvo a lo largo de su vida. Su gusto por el mundo de las letras lo llevó a relacionarse con Guillermo Prieto y a fundar, entre 1843 y 1846, El Museo Mexicano, una de las principales revistas literarias de la época. Al concluir el proyecto, los jóvenes escritores migraron a la Revista Científica y Literaria de Méjico.

La mayor parte de sus relatos y cuentos los escribió entre los 22 y 24 años, de manera simultánea al desempeño de sus funciones en el gobierno. Por ejemplo, en 1844 el presidente Antonio López de Santa Anna lo envió a Nueva York y a Filadelfia para que analizara el sistema penitenciario estadounidense y, tan solo un año después, Payno comenzó a publicar en forma de folletín El Fistol del Diablo. Asimismo, participó en diversos proyectos como el Diccionario Universal de Historia y Geografía, dirigió en tres ocasiones el Ministerio de Hacienda, se desempeñó como profesor de Historia en la Escuela Nacional Preparatoria, fungió como senador de la República y hacia el último tercio del siglo XIX fue nombrado cónsul general de México en España. Su vida literaria tampoco tuvo parangón: incursionó en géneros como el teatro, el ensayo, la crónica, la poesía y la novela. La más reconocida de ellas, Los Bandidos de Río Frío, fue escrita en España entre 1888 y 1891, cuando su autor iniciaba su octava década de vida (Payno, 2009; 2012).

En la mayoría de sus textos, Payno caracterizó la vejez femenina como una suerte de castigo. A continuación, me referiré a algunos cuyo común denominador fue una serie de reflexiones sobre el matrimonio. En ellos se concentró en las parejas jóvenes, aunque aparecieron algunas líneas sobre el envejecimiento femenino –y ninguna sobre el masculino–.

La postura del autor sobre la vejez no dejó lugar a dudas: esta se trató de una etapa en que los impulsos y deseos femeninos llegaron a su fin, mientras que daba inicio otra en la que el castigo a una juventud impetuosa se confundía con una aparente tranquilidad cuya base fue la religión católica.

Payno consideró al cuerpo envejecido como una deformidad. En su crónica Memorias sobre el matrimonio, en la que expuso con toda seriedad algunas recomendaciones para que las mujeres tuvieran éxito en sus nupcias, el escritor sugirió enfáticamente que ellas debían prestar especial atención en el cuidado del calzado que utilizarían en la vida conyugal. Payno se pronunció severamente contra el uso de las chanclas (sandalias), ya que eso provocaría la aparición de callos y juanetes, “esas fatales enfermedades cuyo aspecto choca a la vista, cuyo nombre disuena al oído y cuyas molestias deben exclusivamente sufrir las viejas en castigo de lo perjudicial que es en el mundo su existencia” (Payno, 2002, p. 32).

Otro texto en el que resaltó los defectos físicos de su protagonista fue La mujer fea. Allí narró la vida de Juana, una joven quien a sus escasos 15 años recibió del reflejo de su espejo el más cruel de los desencantos por lo que, desde aquel momento, decidió que ya resultaba en vano buscar la dicha, el amor o la tranquilidad en su vida. Aunque Payno resaltó que Juana era una mujer llena de virtudes y que habría hecho feliz a cualquier hombre, aceptó con honestidad que: “Juana era fea, y los hombres son todavía en este siglo poco filósofos para resignarse a vivir con un tipo de fealdad física” (Payno, 2002, p. 59). Juana envejeció y sus sentimientos y pasiones fueron amortiguados por la edad. Así que, ya anciana, abrazó la religión y se alejó de un mundo que la rechazó en su juventud. Al morir “subió a la mansión donde no hay deformidades ni imperfecciones físicas” (Payno, 2002, p. 60).

Aunque no lo hizo explícito, Payno se refirió al proceso de envejecimiento y de nuevo recurrió a la sanción hacia la mujer por los pecados cometidos durante su juventud. En Ligeros apuntes sobre la coquetería el lector se enteró de la historia de Susana, una mujer cercana a los 40 años y presa de sus recuerdos. Durante su juventud, la protagonista –quien siempre tuvo claro lo bella que era– gustó de explotar su natural coquetería con cuanto hombre tuvo contacto hasta darse el lujo de entusiasmar a varios a la vez y jugar con sus sentimientos –Laura Méndez de Cuenca sostuvo que: “la mujer puede dominar por su belleza, o por su talento, o por su orgullo (Méndez de Cuenca, 2021, p. 137)–. Sin embargo, en la última ocasión a ella le tocó perder pues se enamoró de un individuo que solo buscó vengar a uno de sus amigos cuyo corazón había sido destrozado por ella. Esto llevó a Susana a enfermar y a tomar la decisión de encerrarse en un convento para lamentarse por su vida licenciosa. Un año después terminó su enclaustramiento y retomó una vida en la que no volvería a ser feliz.

Laura Méndez de Cuenca y sus impresiones sobre la vejez femenina

Como resultado del mayor número de escritores varones en la escena literaria mexicana del siglo XIX, la narrativa sobre el proceso de envejecimiento femenino fue de autoría masculina. Sin embargo, la investigación histórica ha redescubierto a mujeres que participaron en la esfera literaria y cuyas aportaciones la enriquecieron. Una de ellas fue Laura Méndez de Cuenca, quien nació el 18 de agosto de 1853 en la Hacienda de Tamariz, Estado de México, y murió en la ciudad de México el 1° de noviembre de 1928.

En plena Guerra de Reforma (1858-1861) su familia se trasladó a la capital del país. A la edad de 17 años –y motivada por un deseo de conocimiento que nunca la abandonaría– Laura asistió a las sesiones de una sociedad literaria en la que entró en contacto con escritores como Manuel Acuña, Ignacio Ramírez y Agustín F. Cuenca (con quien procreó siete hijos, aunque únicamente dos de ellos, Alicia y Horacio, sobrevivieron hasta la vida adulta). Cuando en 1884 falleció Agustín, Laura se vio en la necesidad de laborar primero en el magisterio –se titularía como profesora al año siguiente– y después en la redacción de periódicos.

A través de una pluma que recorrió periódicos como Violetas. Semanario de Literatura (1884), El Liceo Mexicano (1889), El Mundo (1889) y El Universal (1890-1891), Méndez de Cuenca exploró distintos géneros literarios. En 1891 tomó la decisión de mudarse al extranjero para mejorar las condiciones de vida de su familia. Sin conocimiento del idioma y, peor aún, sin trabajo seguro, se trasladó a San Francisco, California, destino en el que vivió durante nueve años. Allí impartió clases de español y en marzo de 1895 fundó la Revista Hispanoamericana, publicación que perdería en julio de 1896 a manos de su socio.

Su proximidad con el sistema educativo porfirista la llevó a entablar una sólida relación con Justo Sierra –subsecretario y después ministro de Educación Pública–, fundamental para que Laura tuviera distintos nombramientos en el extranjero. En 1900, el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública la envió a Saint Louis Missouri, Estados Unidos, para analizar el funcionamiento del kindergarten y en mayo de 1906 viajó a Berlín, Alemania. Así, durante la última década del siglo XIX y la primera del XX, Laura se convirtió en una estudiosa de los modelos educativos estadounidenses y alemanes. De vuelta en México, se dedicó a la enseñanza e, incluso, se matriculó en la universidad. Finalmente, se le concedió la renuncia al magisterio y una modesta jubilación (Méndez, 2006; Bazant, 2013).

A inicios de su prolífica carrera literaria, Laura colaboró por un lapso de diez meses –de marzo a diciembre de 1890– en El Universal. Diario de la mañana. Allí escribió una columna intitulada Para las Damas la que firmó con el seudónimo Carmen y dio inicio el 16 de marzo de 1890. En ella incluyó ideas sobre la confección del vestido y la higiene doméstica. A partir del 17 de julio, el anterior título fue sustituido por el de ‘Palique’ y las firmó con las iniciales X.I. (Méndez, 2021).

En vez de profundizar en las disquisiciones sobre la moda en el siglo XIX, el aspecto que me interesa destacar se relaciona con la visión de una mujer de 37 años sobre el lugar que tenía la vejez en ese entonces. Dicho de otro modo, me pregunto qué tan presentes tuvo la escritora a las mujeres envejecidas al momento de compartir con sus ‘lectorcitas’ –como así las llamó en sus textos– sus ideas sobre el tema.

Aunque no fueron muchas las alusiones a la vejez, aquella estuvo presente ya fuera por medio de comentarios al margen o de referencias explícitas. Respecto de los primeros, el tema más socorrido fue la edad. De ese modo, al momento de sugerir a su público el empleo de telas claras u oscuras, Méndez de Cuenca sostuvo que: “no solo ha de tenerse en cuenta la edad, sino la posición pecuniaria de las señoras y los lugares en que los trajes han de lucirse” (Méndez de Cuenca, 2021, p. 90). De manera similar, recomendó que, al emplear adornos en la vestimenta, se debían tener en cuenta tanto los años de vida como las condiciones físicas y sus recursos económicos. Para rematar, la escritora afirmó:

Cada edad tiene su traje, como tiene sus costumbres, sus juegos y sus aspiraciones; anticiparse a la edad es tan perjudicial y ridículo como querer retroceder de la edad cumplida por medio del traje o de los entretenimientos. (Méndez de Cuenca, 2021, p. 140).

Esta última idea fue también considerada en el Manual de urbanidad y buenas maneras del venezolano Manuel Carreño, quien remarcó que la vestimenta que se debía portar en sociedad –siempre que no se opusieran a la moral y a la decencia–, si bien era un elemento que se encontraba sometido a los caprichos de la moda, se tenía que reconsiderar al llegar a una edad avanzada de acuerdo con “la circunspección y la prudencia” (Carreño, 2015, p. 355).

Otro aspecto se refirió a la costumbre de la época que obligaba a las mujeres jóvenes a salir a espacios públicos únicamente si eran acompañadas por “personas mayores dotadas de juicio y la experiencia de los años cumplidos” (Méndez de Cuenca, 2021, pp-114-115). Respecto a la figura de los abuelos, Laura se refirió a ellos solo en tres ocasiones y los relacionó con la experiencia y con una sabiduría que tenía como consecuencia que ellos supieran “mucho más que se aprende en academias y universidades modernas” (Méndez de Cuenca, 2021, p. 137).

Las señales más claras de la llegada de los años fueron la aparición de las canas y de las arrugas. El martes 4 de noviembre de 1890, Laura profundizó al respecto, aunque llaman la atención dos elementos. El primero consiste en que el texto haya sido escrito en primera persona del plural –recordemos que la escritora tenía 37 años en aquel entonces–, es decir, no se refirió a las personas de avanzada edad como un grupo diferente, sino que incluso se identificó con ellas: “A los viejos nos ha tocado en el reparto mayor ración, pero, ¡qué ración!” (Méndez de Cuenca, 2021, p. 297). El segundo aspecto curioso es que Laura se refirió en exclusiva al envejecimiento masculino. La autora se refirió a la pérdida de elasticidad en la piel y del color en el cabello, a los “ojos sin brillo” que atestiguaron el desgaste corporal, a la tos que de vez en cuando aparecía, así como a las “espaldas arqueadas” que sustituyeron a una postura recta. Y abundó:

El viejo necesita la peluca para no exponer su calva a los rigores de la intemperie, los dientes postizos contra la gastralgia, y carga con la cruz de sus carnes abundosas y lacias no sin recordar tristemente el donaire de otros días […] cualquier heroicidad pasará inadvertida por esperada, porque en último caso el viejo debe obrar así porque cumple a sus años, a su madurez y a su experiencia (Méndez de Cuenca, 2021, p. 298).

De esta forma, Méndez de Cuenca compartió la visión estereotipada de la vejez recurrente en la literatura decimonónica que se relacionó con una imagen desgastada y frágil de los cuerpos (Vivaldo, 2017; 2020). Tal vez por eso intituló a su crónica: Menudencias. Desgracia de los viejos.

Los Preciados: un enfoque diferente de la vejez femenina

Laura Méndez de Cuenca escribió una novela de costumbres –inédita durante un siglo– que vale la pena examinar por varias razones. En primer lugar, porque en ella ofrece nutridas descripciones sobre los destinos femeninos en una capital del país inmersa entre la religión, los conflictos, la desigualdad social y el patriarcado. También porque cuestiona el machismo y la irresponsabilidad de los varones incapaces de trabajar para cuidar a sus familias –a quienes llamó ‘zánganos’, ‘haraganes’ o simplemente “sinvergüenzas que se dejaban mantener”–. Finalmente, debido a que se trata de la primera novela escrita por una mujer que abiertamente explora una vejez femenina atrapada entre el vicio y la condena social.

De acuerdo con el especialista en literatura mexicana Pablo Mora, la autora comenzó la confección de su texto durante la última década del siglo XIX, pero no fue sino hasta inicios del XX –a su regreso de Estados Unidos– que le dio forma de cuento y lo convirtió en novela años después del inicio del movimiento revolucionario. De tal suerte, y con más de 50 años encima, Laura nutrió su relato con logradas imágenes del México del siglo XIX, así como con algunas experiencias autobiográficas.

La novela se enmarca en el periodo 1833-1865 y relata los destinos de doña Mariquita Preciado –el personaje principal de la novela– y de su familia. La primera se trató de una ignorante viuda entrada en años que, como consecuencia de la pésima administración de la fortuna de su difunto marido, perdió la posición social que tenía, conoció la ruina y se vio obligada por las circunstancias a buscar maneras para paliar su nueva condición. La mujer, al ser incapaz de gobernar sus rentas o dedicarse a un oficio digno, se aproximó a los vicios y cayó en las redes del juego. Su decadente condición la llevó a abrazar distintas prácticas nocivas como el hurto de toda clase de objeto familiares.

La juventud había abandonado desde hace muchos años a la Preciado, de suerte que:

tenía la cara plegada y renegrida, los brazos colgados de pellejos, las manos afeadas por venas gruesas que parecían cordones anudados. Sus ojos veían débilmente, sus oídos eran tardos en percibir sonidos, y sus pasos lentos y pesados (Méndez, 2022, p. 105).

Entre sus características destacaron una tacañería desmedida que la llevó a eliminar lo que consideraba como gastos innecesarios –aunque su familia dependiera de ellos–; la indiferencia ante las enfermedades de sus propios hijos; un egoísmo lacerante hacia su prole; el despilfarro de todo dinero que llegaba a su poder –y que más tarde se convirtió en una avaricia que le impedía gastar en lo más mínimo–; así como una concupiscencia que lastimaba toda moral católica. No obstante, la vieja tahúra de cabello cano tenía: “la disculpa de la edad, sin contar con la flaqueza femenil que empuja por caminos extraviados a las pobres mujeres” (Méndez, 2022, p. 138).

Una vez que vendió su casa para pagar sus múltiples deudas, junto con su familia se mudó a una vecindad que careció de todo lujo y más tardó la mujer en pretender cambiar su estilo de vida que en salir de nuevo a buscar centros de vicio. Fue en aquella época en que, a la edad de 60 años y acusada de jugadora clandestina, Mariquita visitó la cárcel por primera vez. Allí estuvo un periodo de tres meses y, al reincidir, volvió a prisión por el doble de tiempo. Fue en ese momento en el que sintió “como si todas las vejeces de muchas vidas se le hubiesen juntado de una vez, en la de la vida presente” (Méndez, 2022, p. 173).

Fue abuela de cuatro nietos, pero a diferencia de las representaciones sociales sobre la bondadosa anciana que aparecieron en revistas y periódicos de la época, en la novela nos encontramos el caso contrario. Es decir, en vez de que la abuela se preocupara –y ocupara– por los hijos de sus hijos, para ella estos representaron “el peso de una carga”, de manera que su idea fue sacarlos de la escuela para ahorrar –y así evitar la venta de su auto–, además de que siempre estuvo capacitada para robarles sus pertenencias.

Este caso de atípica ‘abuelidad’ desembocó en que la relación con su nieta mayor fuera desastrosa, hasta el punto en que entre ellas existió una “laguna de desprecio”. Incluso, para el mayor de sus nietos, la abuela no hacía más que dañar la reputación familiar, avergonzarlos ante la sociedad y desmantelar su escaso patrimonio. Como un escape de la penosa y triste situación de la abuela y madre, pero también como estrategias de supervivencia, las hijas se dedicaron al oficio de la costura y uno de los nietos fue aprendiz en un taller de litografía. Además, en la vecindad en la que habitaron, las descendientes de Mariquita asistieron a tertulias literarias organizadas por uno de los vecinos.

Doña Mariquita se ganó el desprecio social. Sin embargo, al finalizar la novela, la vieja sinvergüenza –a quien ni las estancias en prisión fueron capaz de regenerar– fue perdonada por su familia, en especial por sus hijas debido a que en aquella época “las mujeres no estaban acostumbradas a pensar mal de sus padres, dando por santo y bueno cuanto ellos hiciesen” (Méndez, 2022, p. 70). Sin embargo, recibió el justo castigo por su vida decadente: la mendicidad que la obligó a vivir en las calles y a solicitar la misericordia de los transeúntes.

Conclusiones

La literatura en México del siglo XIX fue un campo fecundo en el que los escritores retrataron las más diversas situaciones de la vida cotidiana y plasmaron para la posteridad su visión del mundo social. Acudir a ella es fundamental si el propósito es indagar con mayor detalle ciertos procesos que no han recibido la suficiente atención. En particular, en este ensayo he mostrado la relevancia de examinar algunas representaciones sociales sobre el envejecimiento femenino a través de algunos textos literarios decimonónicos, porque considero que vale la pena emplear la mayor cantidad de herramientas para tener una visión más clara sobre lo que significó envejecer hace dos siglos.

Aunque no fue recurrente que se aludiera a la última etapa de desarrollo del ser humano en los documentos, las referencias a ellas son importantes en el sentido de que ilustran lo que significó el envejecimiento de distintos sectores de la población –mientras Payno, Carreño y una joven Méndez de Cuenca se ocuparon de la clase media y alta, esta última se encargó, ya en el último tramo de su vida, de representar un tipo de vejez femenina alejada de los estereotipos tradicionales–.

En este sentido, en el ensayo se destacan algunos puntos importantes. Por un lado, y con base en los manuales de urbanidad así como en textos dirigidos a las clases acomodadas capitalinas, se continuó perpetuando la idea de un mundo femenino que no debía alejarse de la moral de la época ni mucho menos transgredirla; y, por el otro, que pertenecer a una clase social baja supuso una mayor participación femenina en distintos espacios sociales. Asimismo, la aparición de la vejez en diversos documentos trajo consigo un debate sobre el rol que las personas de provecta edad debían desempeñar en la sociedad decimonónica. En ese sentido, comenzaron a cuestionarse los imaginarios sociales sobre las mujeres envejecidas (como el de la madre viuda que envejece o el de la abuela cariñosa y protectora de su descendencia).

Sostengo que es útil considerar las novelas de costumbres como una fuente auxiliar de la investigación histórica. Así, y en el caso de Los Preciados, Laura Méndez de Cuenca describió un vida cotidiana capitalina en la que el trabajo, las expresiones culturales y la solidaridad, pero también los vicios, la prostitución, el machismo y la violencia, estuvieron presentes. De igual manera, relatos como los de Manuel Payno, manuales de urbanidad como el de Antonio Carreño, así como distintas notas periodísticas complementan el imaginario sobre la vejez que, en el caso de este ensayo, se enmarcó en el siglo XIX mexicano.

 

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Dirección de correspondencia:

Juan Pablo Vivaldo

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1 Mexicano. Doctor en Historia. Profesor de asignatura en la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 1. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0934-2800, Correo electrónico: jpvivaldo@gmail.com