ÉTICA Y CULTURA POLÍTICA TERRITORIAL EN EL MARCO DEL CAMBIO DE CICLO POLÍTICO EN CHILE
Ethics and territorial political culture in the framework of the change of the political cycle in Chile
fecha recepción: 23 de marzo de 2022 / fecha aceptación: 24 de mayo de 2022
Mauricio Cortez López1 y Sebastián Núñez2
Cortez López, M. y Núñez, S. (2022). Ética y cultura política territorial en el marco del cambio de ciclo político en Chile. Revista Pensamiento y Acción Interdisciplinaria, 8(1), 34-54. https://doi.org/10.29035/pai.8.1.34
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Resumen
Los cambios de ciclo político permiten pensar maneras diferentes de concebir y practicar la política. Chile se encuentra hoy en medio de este cambio, modificando tanto su diseño institucional, como las bases éticas y culturales que lo sostienen. La hipótesis de este artículo es que el territorio, entendido como concepto político, tiene la capacidad de contribuir a procesar la crisis actual al enriquecer el pensamiento político. La reflexión planteada permite concluir que una ética y cultura política territorial puede ser un aporte a la construcción de una nueva etapa política en el país.
Palabras clave: Ciclo Político, Cultura Política, Ética, Territorio.
Abstract
Changes related to political cycles lead to rethinking political practices. Chile is currently facing that kind of transformation, which modifies its institutional design and potentially its ethical and cultural foundations. The hypothesis of this article is that the territory, understood as a political concept, has the capacity to contribute to processing the current crisis by enrich political thought. The reflection raised allows us to conclude that a territorial political culture and ethics can be a contribution to the construction of a new political stage in the country.
Keywords: Ethics, Political Culture, Territory, Political Cycle.
Introducción
Los cambios de ciclo político permiten reflexionar sobre los modos de concebir la(s) comunidad(es) política(s) del siglo XXI. Las crisis y transformaciones modifican las coordenadas de interpretación de la realidad y de las instituciones que la acompañan, ya puestas en entredicho. Uno de esos momentos es la coyuntura que ha atravesado Chile en los últimos años, la que se compone de un conjunto de capas superpuestas de carácter sociopolítico, que han provocado el surgimiento de un nuevo ciclo político a nivel nacional (Fuentes, 2021). El denominado “Estallido social”, la elaboración de una nueva Constitución Política, el triunfo de una nueva coalición política en el gobierno, son solo algunas de estas transformaciones, correspondientes al plano político-institucional, las que van acompañadas de cambios sociales y culturales (Paredes, 2021).
Este nuevo ciclo viene a ampliar y profundizar las preguntas que se estaban realizando en Ciencias Sociales, re-vitalizando la articulación entre estudios empíricos y normativos, por lo que resulta necesario reflexionar y construir preguntas a partir de las experiencias concretas que atraviesan la vida política, cuyas respuestas, posiblemente, puedan ayudar a comprender esta coyuntura específica, pero también ir un poco más allá, contribuyendo a enriquecer la forma de entender a la o las comunidades políticas que emergen en este proceso.
En el actual momento sociopolítico chileno se puede apreciar un fuerte contenido territorial, ecológico, feminista, democratizador e inclusivo, expresado en varias huellas o indicios políticos, tales como la composición de los(as) encargados(as) de proponer una nueva Constitución; los contenidos de esta; el programa de gobierno de la coalición triunfante; y la orientación regionalista del nuevo cargo de elección popular. Esto no resulta particularmente extraño considerando lo señalado por Fuentes (2021), según quien la transformación no proviene únicamente de los tomadores de decisión al interior del sistema político, sino que tendrían una alta importancia la presión ejercida por los movimientos sociales y conflictos socio-territoriales durante los últimos diez años (Delamaza, Maillet y Martínez, 2017; Cortez y Maillet, 2018).
Diversos(as) dirigentes(as) sociales, estudiantes, voceros(as), entre muchos(as) otros(as) actores sociales que emergieron de conflictos y movimientos sociales, ingresaron a la arena política institucional en el marco de esta coyuntura, lo que facilitó que agendas usualmente excluidas del sistema político se incorporaran con nuevos grados de legitimidad.
Así entonces, actores y expresiones del quehacer político territorial, comenzaron a ser parte del diálogo político institucional, contribuyendo a generar lo que Swidler (1986) ha denominado desde la sociología de la cultura como situaciones inusuales. El ingreso de nuevas formas de concebir la política, tales como hablar lenguas indígenas, situar localmente las problemáticas sobre las que se discuten, dar mayor peso al carácter identitario de la discusión, otorgar mayor poder político a las comunas y regiones, planteando incluso la idea de un “Estado Regional”3 , son solo algunas de las formas en que la política se ha ido paulatinamente territorializando. La hipótesis que se puede plantear, en este contexto, es que el alcance de este enfoque territorial puede incluso incidir en el sentido último de la política, es decir, en la ética política, así como en sus modos de entenderla y practicarla, o sea, en la cultura política; de modo que la coyuntura crítica no solo es una ventana para el ingreso de nuevos actores a los asuntos públicos, sino que también es un espacio de apertura hacia cambios en los modos de ser y hacer de una comunidad.
El problema por trabajar en este artículo, de este modo, se puede expresar en las siguientes preguntas: ¿Es posible considerar una perspectiva territorial sobre la ética y cultura política en el actual cambio de ciclo político en Chile? ¿Permite esta reflexión abordar la emergencia de nuevas comunidades políticas al interior del país?
Estas preguntas pueden ser útiles debido a que la comunidad política actual, restringida a la idea de Estado-nación, ha sido desbordada. Es interesante, además, porque hoy existe un fuerte reduccionismo de lo político, que deja fuera elementos comunitarios, antropológicos y morales que sí están presentes en la tradición de pensamiento tanto occidental–europeo como latinoamericano, y que han reflotado a partir de esta coyuntura.
Para reflexionar en torno de esta pregunta se describirá, en primer lugar, el caso que constituye la coyuntura crítica que da lugar a la discusión, para luego revisar sucintamente los conceptos de territorio, ética y cultura políticas, con el fin de dimensionar el problema al que nos enfrentamos. Se concluirá señalando que no solo sí es posible hablar de una ética y cultura política de carácter territorial, sino que puede ser un camino fructífero para enfrentar el nuevo ciclo, en la medida que re-integra dimensiones relevantes para la construcción de una comunidad política más amplia y diversa.
El contexto
Desde el año 2018, el país ha atravesado por lo que en Ciencia Política se denomina coyuntura crítica (Pierson y Skocpol, 2008). Estas coyunturas pueden tener como resultado un cambio de ciclo, caracterizado por un reordenamiento general del paisaje sociopolítico. Los cambios de ciclo político modifican tanto las trayectorias institucionales, como los planos simbólicos de la vida individual y colectiva. En las últimas décadas, el país ha atravesado por al menos tres de estos cambios: el primero ocurrió al comienzo de la dictadura cívico-militar, el 11 de septiembre de 1973; el segundo, al iniciar la transición a la democracia, el 11 de marzo de 1990; y el actual, al acordarse la nueva propuesta constitucional, el 15 de noviembre de 2019 (Fuentes, 2021, p.11).
Los antecedentes se pueden encontrar tanto dentro como fuera del sistema político, destacando como uno de los principales hitos de politización a los movimientos sociales, tanto de carácter territorial, asociados a conflictos socioambientales o socioterritoriales, como a grandes causas transversales, como el movimiento No + AFP u otros. El aumento de estas crisis y sus resultados en términos de su acumulación, comenzaban a volverse relevantes, en tanto fenómeno emergente que estaba alterando las formas de vida colectiva en el país. Se abrían preguntas sobre modelos de desarrollo, descentralización, industrias extractivas, desigualdad territorial, entre otros. Estas preguntas son hoy insuficientes pero necesarias, ya que lo “territorial”, como se mencionó, se ha vuelto no solo una de las causas de la crisis, sino que parte de la construcción del nuevo ciclo.
Estos procesos de crisis abren oportunidades de transformación en distintos planos (instituciones, liderazgos, políticas públicas, etc.), a partir de los cuales se interpela a la sociedad de manera individual y colectiva, presionándolos para procesar y generar una respuesta frente a estos dilemas. Estrategias de acción individual, malestar y acción contenciosa son algunas de estas respuestas (Swidler, 1986; Martuccelli y Araujo, 2012). El actor social movilizado y territorialmente situado es, por tanto, uno de los protagonistas de este escenario.
El caso: cambio de ciclo político en Chile
A partir del domingo 6 de octubre del año 2019 comenzó a operar el aumento de $30 pesos en la tarifa del boleto del metro de Santiago, quedando el precio de horario de mayor aglomeración de usuarios en $830 pesos (CNN CHILE, 2019). La semana del 14 al 18 de octubre estudiantes secundarios convocaron a evadir el pago de los boletos en el metro de Santiago debido a este aumento tarifario, ingresando a las estaciones saltando los torniquetes, evadiendo el pago del pasaje (Landaeta y Herrero, 2021). El viernes 18 de octubre el conflicto se amplió con manifestaciones a estaciones que suelen tener un mayor flujo de personas, provocando el cierre de las estaciones y el aumento de la represión policial en diversas zonas. Al caer la noche el gobierno de Sebastián Piñera amenazó con aplicar la “ley de seguridad del Estado”, luego de lo cual comenzaron ataques e incendios a diversas estaciones del metro4 , saqueos a locales comerciales y supermercados. A medianoche el gobierno terminaría decretando el estado de emergencia, dejando el resguardo del orden público en manos de los militares (Garces, 2020).
El sábado 19 de octubre las manifestaciones aumentaron. Se protestó golpeando cacerolas y a través de grandes manifestaciones en plazas y avenidas. También se agudizaron saqueos de supermercados y farmacias. Las movilizaciones se extendieron a más provincias, del norte al sur del país, siendo las principales ciudades después de Santiago, Valparaíso y Concepción. El domingo 20 de octubre el presidente señaló que el país se encontraba en guerra (Garces, 2020).
El 23 de octubre el gobierno en un intento de control y normalización de la situación presentó una “Nueva Agenda Social”5 , consistente en un paquete de medidas sociales y económicas, que según analistas y académicos chilenos fue una acción insuficiente y de corte populista. Dos días después, de manera autónoma y sin ninguna influencia de algún actor social formal, se convocaría mediante diversas redes sociales a una marcha que se convertiría en la más grande de Chile. El 25 de octubre del 2019 más de 1.2 millones de personas se reunieron en Plaza Italia para demostrar su descontento y de cierta forma legitimar el estallido social (Jiménez, 2021).
El 15 de noviembre de 2019 se termina suscribiendo “El Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución” por diversas fuerzas políticas, como una forma político-institucional de procesar el conflicto. El Partido Demócrata Cristiano, El Partido Socialista de Chile, Partido por la Democracia, Partido Liberal, Partido Revolución Democrática, Partido Unión Demócrata Independiente, Partido Renovación Nacional, Partido Evolución Política, Partido Comunes, Partido Radical y Gabriel Boric firmaron este acuerdo donde se estableció el proceso constituyente para Chile (BCN, 2019). El estallido social dejaría más de 20 muertos y 5000 víctimas de violación a los derechos humanos (Jiménez, 2021).
El proceso constituyente estaba pensado para abril del 2020; sin embargo, por la emergencia sanitaria debida al Covid-19 se aplazó para el día 25 de octubre del mismo año. El plebiscito preguntaba si se aprueba o rechaza una nueva constitución, y de ser el caso qué tipo de órgano debería redactarlo, siendo las opciones Convención Constitucional o Convención Mixta Constitucional (BCN, 2019).
Frente a las elecciones entre el “Apruebo” y “Rechazo”, el evento electoral resultó ser la mayor votación de la historia de Chile desde el punto de vista de votos absolutos, siendo un total de 7.562.173, con una alta participación de jóvenes y también de adultos mayores. Los resultados del proceso fueron un 78,27% (5.918.912) de votos de las preferencias para la opción apruebo, mientras que el rechazo obtuvo un 21.73% (1.643.261) de votos en total. En cuanto al órgano que redactará el proceso, la Convención Constitucional obtuvo un 78,99% (5.973.360) de votos y la Convención Constitucional Mixta un 21,01% (1.588.813) de votos en total (SERVEL, 2020).
Una vez elegidos la preferencia y órgano a redactar la constitución, entre el 15 y 16 de mayo del 2021 se celebraron las elecciones de 155 convencionales constituyentes (siendo 17 de estos pertenecientes a pueblos indígenas debido al criterio de escaños reservados), se consiguió un total de 6.467.978 votos en total (Unholster, 2021). El 4 de julio se instalaría la Convención Constitucional encargada de elaborar esta nueva carta magna, siendo el 18 de octubre del mismo año el día que se daría inicio oficial al debate constitucional. El proceso constituyente tiene plazo máximo de cierre para entregar la propuesta de nueva constitución hasta el 5 de julio del 2022. El 4 de septiembre del mismo año se realizará el plebiscito nacional para aprobar o rechazar esta nueva propuesta de constitución (Perez y Vinader, 2021).
De manera paralela, el año 2021 se escogió por elección popular por primera vez a un gobernador regional, actor que no existía con anterioridad en el escenario político (BCN, 2022). Estas elecciones se realizaron el 15 y 16 de mayo. El proceso se enmarca en un contexto sumamente importante debido a que cambiaría de manera radical las formas de relación intergubernamental, además de significar un fuerte símbolo de descentralización en Chile (Montecionos, 2020). Esta elección y su significancia para el escenario político resulta importante ya que agrega un actor decisional más, y permite un acercamiento a nivel de localidad y territorial como nunca se había concebido en el país, pese a los diversos intentos por descentralizar la toma de decisiones.
El último proceso político, simultáneo a los anteriores, fueron las elecciones presidenciales el 21 de noviembre del 2021. De los 7 candidatos que se terminaron postulando solo dos consiguieron los votos necesarios para pasar a segunda vuelta, siendo José Antonio Kast (Partido Republicano, de extrema derecha), con un 27,9% (1.961.122) de votos en total y Gabriel Boric (Partido Convergencia Social, de izquierda) con un 25,8% (1.814.809) de votos en total, con un 47,3% de participación. Mientras que, en la segunda vuelta, realizada el 19 de diciembre del mismo año, sería electo Gabriel Boric como nuevo presidente de la república de Chile con un 55,9% (4.620.671) de votos, frente a un 44,1% (3.649.647) por José Antonio Kast, con un 55,6% de participación total (Unholester, 2022). Dicha elección resulta relevante para el contexto político que se vive en Chile, debido a que es un presidente electo de una coalición que escapa de los tres tercios tradicionales de la política chilena que han gobernado durante muchos periodos de la historia.
Con todo, el cambio de ciclo político trajo consigo una reconstrucción casi completa tanto del diseño político chileno como de las orientaciones normativas que lo sustentan, en donde la territorialización del proceso es evidente en cada uno de los hitos. La propuesta constitucional actual, en etapa de borrador, propone un Estado Regional autónomo, liderado por el gobernador regional, en donde las demandas identitarias serán claves, además de la regulación de bienes comunes. Todo ello contribuye no solo a pensar en cambios procedimentales, sino que en transformaciones más profundas en el modo de hacer política.
Marco referencial
Perspectiva territorial de la política
El territorio ha sido un concepto relativamente ausente de la reflexión política, en comparación con el individuo, el Estado-Nación o la relación internacional entre Estados. Podría decirse que el siglo XIX y XX trató fundamentalmente de construir una identidad nacional (Larraín, 2001), que incorporara a los distintos grupos, clases y territorios en una comunidad política homogénea. Esta perspectiva ha permitido consolidar una cultura y ética políticas asociadas a esta configuración política específica. Entonces: ¿qué es aquello que se debe considerar como territorial? Si bien el territorio ha sido un concepto utilizado en ciencias sociales desde los años setenta (Capel, 2010), su profundización y uso es relevante debido a que es un elemento articulador fundamental en los procesos sociopolíticos y culturales actuales. Los modos de vida, las experiencias cotidianas, los imaginarios y los espacios significativos de las personas ocurren precisamente en los territorios o son constituidos territorialmente (Ther, 2012; Lindon, 2007).
Siendo la literatura al respecto particularmente densa y diversa, se ha optado por sintetizarla en cuatro grandes aproximaciones, que permitan el diálogo territorio y política. La primera entiende al territorio como un “anclaje espacializado”, es decir, que se puede traducir a variables geográficas, botánicas, geológicas, entre otras, las que representan, básicamente, una mirada socioambiental a partir de la interacción sociedad-entorno (Stamm y Aliste, 2014). Una segunda aproximación es la lectura ontológica del territorio, descrita ampliamente por los estudios decoloniales (Dussel, 1977). Aquí el territorio es inherente al ser o estar en el mundo de las comunidades, principalmente de las sociedades sub-alternizadas. Una tercera aproximación articula el territorio a la institucionalidad, en un sentido político-administrativo relativo al Estado como un poder omnipresente en los procesos de desarrollo local (Boisier, 2010). Una cuarta mirada, finalmente, consiste en los imaginarios territoriales y su vinculación con las identidades y los discursos sociales. Cada una de estas aproximaciones, tendrá como resultado una definición del territorio como objeto de estudio sociopolítico.
En la primera aproximación se encuentran los estudios provenientes principalmente de la geografía humana o social, así como de la ecología política. Traducen al territorio como un conjunto de elementos ubicados en el espacio, que se comportan como bienes y servicios ecosistémicos, que interactúan con las sociedades humanas de manera sistémica o compleja (Ther, 2010). A través de esta interacción, el espacio adquiere ciertos límites socialmente construidos, así como unidades de referencia simbólica que orientan la relación, uso y significado que estos elementos tendrán con las personas. De este modo, el espacio socialmente construido, o territorio, no será más parte de la naturaleza, sino que de la cultura, en términos de una relación sociopolítica de apropiación del espacio. Las diferencias o desigualdades en el acceso y uso de recursos naturales, o bien de recursos culturales (caminos, espacios públicos, etc.), generarán territorialidades diversas que serán disputadas por los diversos actores sociales (Bustos, 2017).
La mayoría de estos estudios profundizan en la dimensión política de la territorialidad (Gudynas, 2015), para caracterizar los procesos de desigualdad e injusticias territoriales provocadas principalmente por el sistema capitalista. En esta aproximación, el territorio no se entiende sin un anclaje material geográfico específico.
En una segunda aproximación se encuentran los estudios decoloniales o de la liberación (Dussel, 1977), quienes consideran al territorio desde una conexión ontológica o existencial con la persona y la comunidad. Este sentido del territorio no invisibiliza la dimensión material y simbólica del espacio geográfico, señalada en la aproximación número uno, sino que, además, da un paso más allá, mostrando que el territorio tiene importancia en la constitución propia del ser humano desde un punto de vista existencial, político e histórico, desde el cual se proyecta un proceso de liberación epistemológica con respecto a la modernidad eurocéntrica (Dussel, 1977).
Rodolfo Kusch (1962), antropólogo argentino, señala en este sentido que en América Latina predomina un modo ontológico que se puede expresar como un “estar-siendo” por sobre un “estar-estando”, al estilo europeo, quienes mantendrían una condición de angustia frente a la radicalidad del ser individuo (Pérez, 2003:61). Este estar-siendo significa, fundamentalmente, un estado de rebelión frente a lo hegemónico, además de un sentirse protegido o nutrido por la base material-simbólica de la tierra-territorio. Esta doble condición se comunicaría culturalmente de generación en generación a través de la oralidad “popular y nativa” (Pérez, 2003: 62). El cuidado del “nosotros”, por parte de la tierra, la familia, los ancestros y los mitos, se convierte en una forma de vivir y de estar en el mundo, el que nunca es estático (por eso se habla en gerundio: ocurriendo, estando). No se trataría, por tanto, solo de estar localizado o ubicado espacialmente, sino que situado en relación con otras personas, de manera significativa, dialógica y próxima –cara a cara, diría Dussel.
Una tercera aproximación la conforma el Estado. Aquí el territorio es visto desde el punto de vista de la institucionalidad como un espacio socialmente construido, administrado y gestionado en su relación con el Estado y sus diversas reparticiones. De las divisiones político-administrativas tradicionales con que se pensaba el territorio (Capel, 2010) se ha avanzado hacia la perspectiva de la gobernanza, debido a las dinámicas socioespaciales y socioecológicas que han dejado relativamente obsoletas a las divisiones espaciales del Estado. En este sentido, se entiende que “una gobernanza policéntrica multi-escala, reconoce que una gran cantidad de actores, en diferentes entornos institucionales, pueden contribuir a la gestión de un recurso” (Pahl-wostl, et al., 2007).
Esta mirada también se vincula con otras entradas conceptuales asociadas a la planificación territorial, tales como el desarrollo local, el desarrollo económico local o la planificación estratégica, entre otros (Boisier, 2010; Albuquerque, 2004). Diagnosticar, conocer, gestionar, administrar y planificar son los términos en función de los cuales se diseñan instrumentos de intervención territorial que modifican las dinámicas y relaciones locales. Esta aproximación está fuertemente vinculada al concepto, más genérico, de desarrollo. En esta tercera aproximación, el objeto de estudio es la relación espacio, sociedad y Estado.
La cuarta aproximación abarca un amplio abanico socio-fenomenológico compuesto por los conceptos de imaginarios, identidades y discursos, los que son centrales para comprender procesos de conformación simbólica de los territorios, al dotar de sentido a las acciones cotidianas de las personas que los habitan. Además, permiten darles sustento a través de la historia social (Bloch, M., 1949); y orientarlas, a partir de los sueños, desafíos y expectativas de la comunidad. Los imaginarios, de este modo, van desde las “macrofórmulas culturales (fundamentalmente míticas y/o religiosas) a las microfórmulas culturales diseminadas en lo cotidiano (por ejemplo, desde los dibujos animados hasta el graffiti” (Carretero, 2010, p.91). Es decir, pueden considerar algunos elementos de la aproximación número dos, relativa al sustento ontológico, en un sentido profundo o arquetípico, como lo visualizaba Durand (1981), hasta el estudio de prácticas cotidianas, sociales, políticas o artísticas. Este proceso, al mantenerse en el tiempo, termina por constituir identidades que interactúan con diversas corrientes de significado y con cambiantes tramas de sentido, que modifican, por lo tanto, la construcción social del espacio. En esta cuarta aproximación, el objeto de estudio son los imaginarios y las identidades.
Estas cuatro perspectivas sobre lo territorial abren un espacio amplio para reflexionar sobre la política. Los actores territorialmente situados pueden referirse ya sea a la relación sociedad–ambiente como a su experiencia de habitar un lugar; la normatividad institucional que lo define y los discursos políticos que encuadran un espacio simbólico en particular. Lo político, por tanto, atraviesa el sistema político desde el nivel del Estado-Nación hacia las particularidades que lo componen, en donde existen nuevos actores, agendas y espacios de disputas singulares.
Estas singularidades han aparecido con la coyuntura que vive Chile, territorializando en todos estos sentidos el debate público. El renovado horizonte normativo, así como las nuevas comunidades políticas emergentes, permiten cuestionar las bases éticas y culturales del Estado-Nación, el individuo o la democracia representativa, que parecen ya no dar cuenta del fenómeno político actual: ¿basta con pensar la nación para entender las identidades, movimientos sociales, las demandas de autonomía política local, la crisis de representación o el quiebre del individualismo? ¿Es la ética y la cultura de la democracia representativa la salida a la crisis o el sostén del nuevo ciclo político?
Resultados
Revisitando la ética política
La posibilidad de una reflexión sobre la ética desde una perspectiva territorial es un asunto complejo, debido a que las principales corrientes teóricas se han enfocado en la condición individual o nacional (Fierro, 2016). En sus orígenes, sin embargo, la ética estuvo en el origen de la reflexión política, fundamentalmente en momentos en que esta reflexión era al mismo tiempo una antropología. Se puede observar, por ejemplo, la definición de la persona en términos antropológicos, a saber: “animal político” planteado en Aristóteles, “animal social” en Séneca, “animal político y social” en Santo Tomás de Aquino. En todos estos casos la pregunta por la política tuvo la misma matriz que la pregunta por la ética y por la comunidad, siendo indistinguibles en ciertos momentos. Esta relevancia se mantuvo durante toda la edad media, indiscutidamente gracias a los aportes de Tomás de Aquino, quien incorpora una coordenada al análisis en términos de la posibilidad de trascendencia individual de los seres humanos como condición para la ética. Es indudable que el territorio, tal como se ha entendido aquí, no estaba presente, sin embargo, eso no cambia el hecho de que la política clásica y la actual tienen una dimensión ética relevante en la constitución de las comunidades políticas.
La clave para revisar el concepto de ética política y abrir un espacio de reflexión, entonces, se puede encontrar en la disociación entre ética y política ocurrida con Maquiavelo (Godoy, 2004), en donde la autonomización de la política y la objetivación de sus procesos reemplazaron a nociones antropológicas en donde la persona, la comunidad y una buena vida se encontraban intrínsecamente vinculadas, como lo fue en la tradición clásica (Godoy, 2003). La síntesis institucional de esta separación –ética y política– se expresa en los Estados-Nación modernos (con su representación más evidente en los Estados totalitarios), en donde la técnica y la razón instrumental pusieron a las personas como medios y al poder como fin. Este es un riesgo siempre presente bajo otras expresiones (Trump y Bolsonaro, por mencionar dos ejemplos) en el actual clivaje democracia / autoritarismo.
Un breve recorrido teórico permitirá ilustrar esta trayectoria (Godoy, 2003 y 2004; Fernandois, 2006). La ética en Sócrates se puede sintetizar en una ética del conocimiento de la verdad, a la que se puede acceder a través del conocimiento racional. En otras palabras, es el conocimiento, principalmente de sí mismo, el que posibilita las condiciones de una ética personal de la responsabilidad: “conócete a ti mismo” pareciera ser una de las primeras invitaciones que hace el mundo (habitar) a responder ante él de manera individual. En Aristóteles, por su parte, el ser humano es visto como logos, es decir, razón individual, que se hace diálogo con un otro, construyendo convivencia en donde se daría una relación entre iguales, y no entre relaciones jerárquicas como en general ocurre con los sistemas de status (padre-hijo, amo-esclavo). A pesar de no existir un contrato, que pueda servir de oposición al status insinuado por Aristóteles, la matriz de relación estaría dada por una antropología (animal político) en donde la distinción no se daría entre lo común y el poder (como objeto de la política), ni entre lo público o lo privado, sino que entre el ser hombre y el no serlo de manera completa. El ser humano sería para él un animal que viviría en sociedad, con razón y capacidad discursiva, queriendo no solo vivir en una comunidad de iguales, sino que buscando inmortalidad a través de este proyecto conjunto. Su pregunta propiamente ética es: ¿qué es lo últimamente bueno para el ser humano? La que no se entiende, en este pensador, sin la pregunta política: ¿qué es lo últimamente bueno para la comunidad?
En Santo Tomás de Aquino, posteriormente, la ética es una ciencia práctica, junto a la política y la economía. Complementando a Aristóteles, sostiene que no es solo el construir un mundo en común lo que posibilita el pleno desarrollo del hombre, sino que el despliegue de sus potencialidades trascendentes en la búsqueda de Dios. El ser humano, en este sentido, estaría por sobre la comunidad como fin. Burke (Fointaine, 2006), desde otro punto de vista, continúa una ética centrada en el individuo anclado en la tradición que posee su comunidad. Cada individuo, en este sentido, se encontraría definido por la sociedad en la que vive, en términos de sus vínculos sociales, históricos e institucionales. En Marx, la ética se trataría de acciones destinadas a generar estructuras socioeconómicas más justas, en donde no exista explotación del trabajador por parte de las clases dominantes. La dictadura del proletariado sería un elemento central dentro de este esquema, vinculando objetividad (histórica y estructural) y ética (entendida como justicia).
Se puede observar hasta aquí que la ética ha convivido con la política de manera permanente desde sus orígenes. Dicho de otro modo, podría considerarse que son indisociables y que la reflexión teórica y filosófica trata precisamente de este vínculo. Hannah Arendt (Arendt, 1995; Fernandois, 2006), en este sentido, es quizá una de las pensadoras que con mayor claridad han enfatizado este punto. Arendt reflexiona sobre su situación social, vinculándola con una antropología, en donde indica que la opresión con que se vive en las sociedades modernas es producto de nuestra naturaleza centrada en el consumo (animal laborans) y en la producción (homo faber), es decir, en aquellos aspectos ligados a la satisfacción de necesidades primarias. Es en la acción que se realiza en el espacio público, por el contrario, en donde se pueden encontrar la igualdad y la libertad como una forma de construir un mejor mundo, es decir, en donde se puede conformar una comunidad política.
Es posible observar con claridad que, en la tradición europeo-occidental, si bien se centra preferentemente en el individuo y el Estado, casi en la totalidad de los casos este se vincula con algún elemento que los trasciende, tales como la comunidad, la tradición, la justicia, el diálogo con otro o lo público. La política, por tanto, sería un modo de ser y de vivir en conjunto con otros para alcanzar la realización como individuo y como comunidad. Es cierto, además, que parece no existir un vínculo directo con el territorio, sino que más bien se daría en un espacio abstracto e ideal, propio de dicha tradición de pensamiento. En Latinoamérica, por el contrario, tanto el ensayismo como la reflexión teórica han dado paso a una perspectiva situada del ser humano y del quehacer político, dando un énfasis mucho mayor a lo territorial-comunitario, por sobre el individuo-universal-abstracto.
Esta tradición señala que en la base de la ética se encuentra el concepto de “buen vivir”, a través de la recuperación y posicionamiento político de principios y conocimientos de pueblos ancestrales (indígenas), constituyendo una forma radical de cuestionamiento a las formas hegemónicas de vida occidental (Cardoso, Gives, Lecuona y Nicolas, 2016). En este punto cabe señalar que el debate latinoamericano es principalmente contra la ética política pos-Maquiavelo, fundamentalmente, institucionalizado en el proyecto moderno propiamente tal. Caria y Domínguez (2014), en este sentido, señalan cinco elementos comunes y constitutivos del “buen vivir”; estos son: (i) relación de armonía con la naturaleza; (ii) reivindicación de los derechos ancestrales; (iii) satisfacción mínima de las necesidades básicas; (iv) justicia social e igualdad transversal; finalmente (v) el “Buen vivir” como crítica al paradigma occidental, antropocéntrico, capitalista y economista (Caria y Domínguez, 2014). En esta misma línea, Choquehuanca vincula el concepto de “buen vivir” con el cuidado del medio ambiente, lo que trataría sobre el rescate de las vivencias de los pueblos ancestrales, recuperación de la cultura de la vida y el regreso del vínculo de nuestras vidas a la armonía y el respeto mutuo junto a la naturaleza (Cardoso, Gives, Lecuona y Nicolas, 2016).
En ambas tradiciones, a pesar de sus amplias distancias y brechas, se puede apreciar una fuerte tensión con la perspectiva moderna de hacer política. La búsqueda del poder como una entidad autónoma y escindida de una antropología, moral, trascendencia o buen vivir es, en este contexto, una perspectiva relativamente reciente, la que tiene serias dificultades para incorporar aspectos antropológicos o territoriales una vez que aparecen en la arena pública o política, como ha sucedido en la coyuntura que atraviesa Chile actualmente. Las herramientas de la cultura democrática para procesar estas tensiones son, a su vez y sin duda, insuficientes. Reiteramos: la emergencia de nuevos actores, demandas, sensibilidades y búsquedas políticas surgidas desde los territorios en el contexto de la coyuntura crítica en la que se encuentra el país no pudo ser procesada desde la ética y la cultura política de la democracia representativa correspondiente al Estado-Nación moderno, desbordando finalmente el sistema. En este sentido, cabe preguntarse si con una nueva ética también se requiere una cultura política que vaya más allá de la cultura democrática, para constituirse en algo así como una cultura política territorial.
Pasos para una cultura política territorial
En la literatura clásica se entiende el concepto de cultura política en referencia casi exclusiva al sistema político liberal, circunscrito a la democracia en sus variadas expresiones, considerando a la cultura en sus dimensiones cognitiva, afectiva y evaluativa (Almond y Verba, 2001). Este planteamiento tendrá modificaciones posteriores, algunas en relación con los límites del sistema político y otras sobre el concepto de cultura política propiamente tal. Murga (2008), por ejemplo, señala que las principales perspectivas sobre el tema buscan entender procesos democratizadores a escala nacional, en torno de la idea fuerza según la cual “la democracia requiere de una cultura que la sustente” (Lipset, 1996, pp. 55-58, en Murga, 2008, p. 109). En este marco se incorporan posteriormente (décadas de los 90 y 2000) estudios sobre legitimidad, confianza, valores, actitudes, ideologías, participación, conocimiento político, eficacia política, desafección política, entre otros. Por otro lado, Inglehart (1994) pondrá el énfasis en el cambio cultural, señalando para ello dos ejes de interpretación: valores posmaterialistas (sentido de pertenencia, calidad de vida) y cultura política. En esta perspectiva, se pone el acento en las nuevas coordenadas sociopolíticas, en donde los partidos políticos y la representación de clase se van desdibujando en función de las transformaciones culturales e identitarias (Peña, 2021). Esto se ve reforzado desde el enfoque de los nuevos movimientos sociales (Melucci, 1999), que se centran en las identidades como recurso central de la política. Esta relación ha sido explorada, por ejemplo, para el caso del intento de construcción de partidos políticos mapuche (Gutiérrez y Gálvez, 2017), cuyo desarrollo podría fortalecer un tipo de cultura política democrática relativamente novedosa.
Cultura política se puede entender, entonces, como “una síntesis heterogénea y contradictoria de valores, informaciones, juicios y expectativas que conforman la identidad política de los individuos, los grupos sociales o las organizaciones políticas” (Gutiérrez, 1993, p. 45, en Gutiérrez y Gálvez, 2017). Cruces y Díaz (1995), complementando lo anterior, señalan que sería, además, un “nexo” entre dos ámbitos, uno “universalista de la política formal y, por el otro, la proliferante multiplicidad de identidades y experiencias locales” (p.166). También resulta interesante, en este punto, la perspectiva socio-antropológica de la cultura política (Schneider y Avenburg 2015), la que contribuye a fortalecer el concepto. Geertz (1973), por ejemplo, definirá a la cultura como una red de significados que dan sentido y coherencia al quehacer humano en sociedad, lo que permitirá ir más allá de la medición de actitudes o confianza hacia la democracia, para entrar en una dimensión más compleja (o densa) tanto de la cultura como de la política.
Según señala Jaramillo (2017), este giro semiótico se verá profundizado por los aportes de Lughod (2006), quien dará un mayor énfasis al carácter político de la cultura, es decir, a la relación de la cultura con el poder, el consenso y el conflicto; y por Ortner (2009), quien señalará que la prevalencia de una mirada generalista de la cultura política (“la democracia”, por ejemplo) oculta procesos de dominación colonial. Esta mirada adquiere total sentido al analizar las sociedades latinoamericanas, las que, según sostiene Millán (2008), se encuentran siempre en la necesidad de concebir un sujeto político que pueda hacer frente a los sistemas de control y dominación, incluso a intentos coloniales de imponer un tipo de democracia, o a través de esta. Así las cosas, se puede observar que la cultura política comienza con un horizonte normativo claro, la democracia, para abrirse y enriquecerse posteriormente con enfoques críticos sobre la forma de entender la cultura y aplicarla a los estudios sobre el poder. El caso paradigmático parece ser Latinoamérica, en donde los procesos de dominación y colonialidad son inseparables del pensamiento sobre la cultura.
En este marco ético y cultural, la “territorialización” de la política es un camino que permite orientarse en la dirección de un perfil actual del fenómeno sociopolítico que habilite la superación de la democracia representativa nacional (abstracta), para pasar a comunidad(es) política(s) situada(s).
Uno de los factores determinantes en términos territoriales son los “modos de vida”, cuyos fundamentos se encuentran en las perspectivas ontológicas e identitarias, pero que se entretejen con dimensiones institucionales–estatales y espacios geográficamente anclados; es decir, un territorio vivido coexiste con un territorio normado (Ther, 2012). La perspectiva ética y cultural no puede alejarse, por tanto, de esta mirada sobre lo territorial. El caso de estudio, constituido por diversos procesos que componen el cambio de ciclo político de Chile, abunda en referencias a los “modos de vida” como criterios de construcción política, surgidos desde movimientos sociales, convencionales constituyentes, gobernadores regionales e incluso el propio presidente de la República, Gabriel Boric.
Se trataría de una comunidad de sentires, moral, reflexiva y racional, compuesta por individuos que co-existen en relación. El poder, en este caso, no solo estaría vinculado únicamente a la relación con el Estado, sino que a la construcción de un habitar en común con otros (actores políticos) a nivel sub-nacional y comunitario, con demandas de autonomía, pero también en proceso de constituirse como sujetos-agentes políticos. Esta articulación, sin duda recuerda los planteamientos de Arendt, como también los de Dussel, quienes, a pesar de sus orígenes teóricos radicalmente diferentes, coinciden en la materialización de un pensamiento crítico con respecto a la matriz civilizatoria moderna que ya tanto se ha cuestionado. Dicho de otro modo, no se entiende al ser humano sin territorialidad que lo haga sentir parte de algo, a la vez que contenido, protegido, cuidado, que puede potencialmente construir, en diálogo con otros, un horizonte en común a partir de una reconstrucción reflexiva de la historia y del poder.
Como se mencionó, estas características estarían dadas por los elementos materiales, simbólicos, familiares, discursivos, entre otros, de las personas situadas en relación con otras personas –seres– significativos. Una ética y cultura política propiamente territorial tiene, por tanto, al menos dos componentes necesarios: uno, estar vinculados a elementos materiales del espacio físico-geográfico, que en su uso, significado y apropiación tengan un vínculo personal-comunitario; y dos, considerar relaciones situadas y de presencia significativa con otras personas o seres (animales, seres míticos), que constituyan un habitar seguro y protegido. El plano en el que ocurre la política territorial es, en definitiva, uno situado y vinculado a habitantes –el individuo empírico–, y no solo uno nacional-abstracto y universal, como el de la ética y cultura política predominante. En este plano situado, los individuos podrán desplegar estrategias de acción con los recursos culturales que posean, a partir de una base ética de compromiso con los asuntos públicos de los que forman parte.
Conclusiones
El artículo comienza preguntándose si es posible concebir una perspectiva territorial de la ética y la cultura política en el actual cambio de ciclo político en el país. Se señala como contexto que la ética y la cultura, a lo largo de la tradición europea-occidental, hegemónica, desplazaron aspectos antropológicos y morales del poder, reduciendo las posibilidades políticas al diseño institucional en torno de la democracia representativa, o bien, al debate autoritarismo-democracia como ejes del ser y hacer político.
Se describió el cambio de ciclo como caso de estudio, de análisis o provocación, con el fin de demostrar que el territorio ha sido un elemento clave del proceso, no solo en términos de su lugar en la agenda, sino que como expresión de nuevos actores y sentidos políticos que ocuparon la arena política institucional. Se podría señalar, en este sentido, que los actores demandaron la territorialización de la política.
Se precisó, posteriormente, que tanto en la tradición occidental-europea como en la latinoamericana existen importantes fuentes de pensamiento que son útiles para renovar la relación entre política, antropología y moral, en un sentido tanto individual como en relación los asuntos públicos o comunidad política. Sócrates, Aristóteles, pero sobre todo Arendt, Dussel, entre otros, entregan elementos relevantes para incorporar al pensamiento sobre la ética y la cultura que van mucho más allá de la definición de política como la búsqueda y mantención del poder, sino que ponen al poder como un instrumento para la formación de comunidades que buscan el bien común a través de una posición personal, responsable y libre en el mundo, pero en un mundo situado en relación con otros seres significativos.
En este sentido, parece interesante considerar que se pueden incorporar elementos antropológicos y morales relativamente olvidados por la política pos-Maquiavelo, sin perder los avances de la tradición de pensamiento político europeo y latinoamericano, incluso intentando ponerlos en diálogo. La reflexión presentada, del todo inicial y consciente de sus limitaciones en el campo de la filosofía política, permite observar que existen articulaciones posibles entre aspectos comunitarios y ecológicos, sin renunciar al individuo, su responsabilidad, libertad y racionalidad(es); quienes se expresan y realizan políticamente a nivel territorial en la medida que el estar situado le posibilita existir, tener historia y proyectarse en diálogo con otros.
Con todo, el cambio de ciclo político que atraviesa Chile en la actualidad puede nutrirse del pensamiento político para enriquecer la construcción de la(s) comunidad(es) que conformará(n) el nuevo paisaje sociopolítico del país. Para ello, debe buscar en las fuentes del pensamiento político a partir del intento de reorganizar un nuevo horizonte normativo, sin las limitaciones de los enfoques predominantes.
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